martes, 10 de marzo de 2009

Reinaldo Marcos Padua y su cuaderno de perdedores.

Ángel M. Encarnación Rivera

Club de perdedores, 2007, es un libro de relatos publicado por Reynaldo Matos Padua bajo el sello del Taller Ciba. Sus diecisiete narraciones están fechadas entre 1987 y 2007. A pesar de esta periodicidad es una colección muy coherente en cuanto a temas y a tratamientos. Cada personaje está afiliado de alguna manera al club de perdedores que los clasifica a todos.

El conjunto trata de captar los detalles más significativos de la vida actual. La búsqueda de un valor profundo, genuino y duradero que le dé sentido a la existencia marca todo acto, no importa lo común o lo insólito que éste sea. El valor de mayor necesidad que se nos ofrece es el de incluir el arte en la vida cotidiana. Por eso se narra en cada circunstancia el efecto de la entrega al arte, de vivir una vida sin otro afán, sin otro norte, no importan los efectos, los sacrificios, los embates, ni los fracasos.

La primera de las narraciones, “Pretérito de mujer,” nos dramatiza el efecto de esta entrega absoluta en la figura de una cantante retirada. Conocemos por medio de una tercera persona los pormenores de una vida que en su juventud gozó fama y estima, pero que ahora en su soledad descubre que no vivió una vida para sí, para desarrollase en sociedad junto a un ser querido. Su único amor fue su público, su realidad fue el itinerante cambio de escenario, el maquillarse entre actos. “Y ahora, cuando también su mundo de otrora se desteñía languideciendo bajo el polvo de tantas décadas, de cambios en el gusto del más ingrato de todos los amantes que es el público, ella no encontraba la paz que buscó desde niña. La paz en el amor,” (p.13).

En la búsqueda de esta paz del amor, última paz, última oportunidad de amar, descubre un hombre que la parece repetición, copia de Mauricio Conrado, su ex esposo, el que ocupó apenas unos instantes en su vida. El matrimonio tuvo que romperse casi al empezar ya que ella no podía renunciar ni sacrificar a su arte, a sus compromisos. La imagen viva de Mauricio respondía al nombre de Ariel; soltero, ocupando el apartamento de un familiar, no parece haber encontrado éxito en la vida. La mujer busca un alivio, un instante de paz ahora que su vida de personaje famoso cae en el olvido, pero Ariel, al detenerse frente a ella, ve en ella a la otra, la famosa Estrellita. Ella encarnó un mito en la vida y al final la personifica en un rito tétrico en que llora el fracaso de no poder desprenderse de la sombra de la cantante. Parece que la ficción no pudo detenerse ante la realidad, el personaje sobrepasa a la artista, de tal modo, que la artista terminó encarnada en su representación. ¿Tenía que existir una diferencia entre ambas, o es que el artista entra en su obra de manera irreversible? Estrellita no pudo abandonarse, persiguió a su creadora por el resto de su vida hasta que la venció.

Esta frontera del arte que no permite escapar, diferenciar su contacto, o su entrada, a la realidad, se trabaja también en “La cinta y el rebuleo,” quinto relato del cuaderno. Aquí, un aficionado al cine que acostumbra comprar películas pirateadas, dato significativo, adquiere un video que le altera la vida. Se trata de la grabación del asesinato de un hombre grueso, totalmente identificable, que resulta ejecutado por otros dos hombres comendados por una joven mujer. Por culpas de esta grabación el personaje pierde la novia, la que huye aterrada pensando que los delincuentes descubran que el video casero está en su poder. Pero la grabación obsesiona al aficionado, quien decide localizar a la ejecutiva-asesina, aunque arriesgue su vida. Por dedicarse al trabajo de mensajero de entregas en una motocicleta, descubre, en una urbanización de clase alta, que el tal muerto aún existe, y termina su búsqueda.

Nos cuestionamos con el cuento anterior sobre lo que significa ficción, los límites del arte, la demarcación de las fronteras entre arte, ficción, realidad. Son planteamientos originalmente expuestos mediante elementos habituales, comunes y corrientes de nuestro entorno. Los seres que se encarnan en este relato pertenecen a la masa, sin embargo, su existencia no tiene sentido sin el arte, sin un escape parcial y de mayor valor de esa dimensión subjetiva que los consume y que, a la larga prevalece, sobre la realidad. Nos convencemos tales insistencias de cuestionar el valor de una invención, su vínculo con la realidad, que todo ser humano se dignifica mediante algún tipo de creación artística.

Otro perdedor es el llamado “Aguajero,” Sergio Batis, un empleado de oficina que “gustaba leer y andaba fascinado por los cuentos y las novelas de los destacados novelistas de una cosa que él llamaba el bum, la cual sonaba muy interesante. Solía andar comentando todo el tiempo sobre ellos. Se lucia indicando cuánto había estudiado las “Humanidades” antes de hacer un giro hacia la Administración de Empresas que lo llevó a “nuestra afanosa comarca” (p.61).

Este mundo oficinesco nos lo presenta Vélez, narrador testigo. Aguajero, que es el que falsea, el incumplidor o alardeador, ganó su nombre por ser el intelectual de oficina que discute basado en sus lecturas y ofrece libros al lograr una audiencia interesada, sin cumplir con su oferta. Sus intereses lo convierten en victima al ser detestado por los anti literarios que llegan al poder en la oficina con el cambio de gobierno. Esta nueva administración promueve la obra de Krisnamurti, por lo que no hay compatibilidad con Sergio, y lo expulsan del empleo. Pierde trabajo, esposa y hogar; se dedica al alcohol. Su esposa lo traiciona con un vendedor de seguros. Ya hecho un guiñapo logra, sin quererlo, ni proponérselo, vengarse del vendedor de seguros. Como puede verse, este es otro Quijote, otra víctima de sus lecturas de novelas de caballería.

El idealismo de tales seres resulta tan actual tan del uso, que cuesta trabajo entenderlo, interpretarlo. Nos arroba notar que Marcos Padua sobrepone el mundo del idealismo quijotesco sobre oficinas, cantantes de boleros o simplones con panzas deseando rebajar, para lo que toman pócimas mágicas que hoy día el comercio ofrece para explotarnos.

El truco de los documentos encontrados se rescata en “El alquimista,” (p.127-32). Es una memoria, lo que no sabemos hasta el final del cuento, dejada por un farmacéutico ya muerto. El relato nos engaña al principio, pues creemos que se trata de una memoria actual, pero es un relato dentro del relato, del farmacéutico. Con el presente del cuento se nos revela la existencia de una sucesión de alquimistas ocupada en la supervivencia de su arte.

“Culpitrán liquido,” (p.75-82), es otro sondeo dentro de este clima de fármacos, de excesivo consumo, de esteticismo de salones de belleza, al que se le sobreponen las vidas, gustos e intereses de clientes y embellecedores para compartir sueños y afanes. El título suena como una pócima antigua que imita los ofrecimientos que los medios masivos nos ofrecen diariamente para adelgazar, dormir mejor, hacer crecer el cabello, ionizar nuestro cuerpo, lograr la suerte, ver el futuro. El perdedor de turno es un gordo, profesional del embellecimiento que lucha contra su cuerpo. El culpitrán casi lo aniquila por usarlo indebidamente. Sobresale en este infortunio la incapacidad de realizar esfuerzos propios, de vivir alejados de la fantasía mediática, informática, comercial.

A lo anterior se liga el deseo de lograr la vida eterna, finalidad de la alquimia por tiempo inmemorial. El deseo de trascender es hermano menor del deseo de sobrevivir a los tiempos. Otro medio que la literatura revela para buscar la trascendencia es por medio de los demás, al obtener el alma o la sangre de los otros. Aparece entonces el mito del vampiro, la entidad que chupa la esencia del prójimo. En “La salvación de Nosferata,” (p.83-97), encontramos este mundo clásico en el contradictorio afán de una mujer “vampiro” que busca su eternidad por medio del cristianismo fundamentalista. El vampiro es una metáfora de ese afán eterno que el arte ambiciona obtener. El arte está lleno de perdedores, desconsuelos y rutas alternas para alcanzar consuelo. Parece que sus respuestas son transitorias, no eternas.

A pesar de que las historias del cuaderno se emparenten a ideologías clásicas, el clima y el ambiente pertenecen a lugares muy representativos de la realidad contemporánea, que se debate en la atomización, ultranza de la individualización. La atomización ha sustituido la toma de conciencia de la realidad, el reconocer que pertenecemos a un mundo que es de todos y debemos compartir, por fantasías cada vez más inútiles.

Por encima de estas aislamientos, los personajes consiguen darle sentido a sus vidas imponiéndose con el deseo de seguir adelante, por sobre todas las adversidades y todos los fracasos imaginables. La insistencia de creer, de tener fe en la obra que llevan a cabo, es superior a que se cumplan los propósitos. Lo importante es seguir adelante, obrar. Siguen siendo perdedores, pero deben luchar por no serlo.

“Historia de un asesino canino,” (p.103-16) nos hace indagar estos planteamientos por medio de la pasión descomunal de un productor de música Metallica, la bien heavy metal, aclara. No pudo terminar su escuela secundaria, fue expulsado de todo empleo, se vio obligado a pagar una pensión alimenticia, no alcanzaba a obtener medios, solo el deseo de formar una banda lo ayuda a subsistir. En esas conoce a una mujer, ya entrada en la madurez, y mayor que él, que lo acoge y lo apoya en sus deseos. Primero hace que lo empleen en un negocio de su familia, luego le permite vivir en su casa, heredada, lo único que tiene. Los sueños de grandeza del productor se ven interrumpidos por un perrito vecino que ladra. Planifica matar al perro, entonces descubre que su afán de lucha es por la vida, no por la muerte. Finalmente termina adorando al animal, haciéndolo parte de sus planes musicales. Ejemplifica así, por medio de una anécdota inusual, la incorporación y la superación de los obstáculos que aparecen frente a nosotros.

Lenguaje, ocupaciones, presencias, búsquedas, lugares actuales cargan el ambiente por el que transitamos sorprendiéndonos con tanta elocuencia, con tanto detalle preciso para recrearnos, conmovernos, hacernos pensar otras vías respiratorias frente a la realidad. Las narraciones no esconden el mundo ruidoso, conglomerado, hueco, violento, sexuado que nos marca y nos apresa en imágenes visuales y sonoras. Son las experiencias globales que le dan al ser humano de hoy carácter de uniformidad. La globalidad también nos ayuda a que asumamos el papel de perdedores, que pertenezcamos a su club.

Por lo anterior, la selección que lleva el título del cuaderno, “Club de perdedores,” (p.145-162), es muy significativa. Se trata de la reconstrucción nostálgica del pasado por uno de los miembros de una agrupación musical, ahora en una égida. Este narrador, que cuenta con casi ochenta años, tiene una memoria prodigiosa y revive momentos importantes de famosas agrupaciones pueblerinas, sus componentes, sus ingeniosidades para interpretar, ajustarse a las melodías, a las voces, a formar tríos. Es la cultura músico popular del pueblo hispano del siglo pasado y parte del actual. Una historia traumática. La primera gran agrupación rememorada es la de Los Anchos: “pudieron haber sido lo que en verdad fueron… uno de los mejores tríos de América Latina, si solamente hubieran tenido ese poquito de suerte, que a veces, le hace falta a l talento para brillar con magnitud, con el fulgor de una estrella.” (p.146).

Las vivencias, las manías y las costumbres de estos artistas están llenas de unas experiencias fabulosas, como la confesión que hiciera al narrador Payo Silueta, excelente cantante, pero empeñado en cantar a capela. Al preguntarle el narrador compilador del relato si tiene ritmo para cantar acompañado; responde: “eso jamás, porque yo siempre miro para arriba cuando canto, y es porque estoy oyendo en mi mente el bandoneón, y los violines y las guitarras que acompañan la canción que me aprendí.” (p. 150).

Antes de llegar a llamarse Los Anchos, el grupo tuvo otros nombres, como Los Pastores. Es cuando se les une Fernando Ávila que forman una “copia al carbón” de Los Panchos. Hasta logran cantar “Flor de Azalea” mejor que los originales intérpretes. El pueblo los oía cantar frente al local de ensayar y los idolatraba. Como perdedores célebres, tuvieron la suerte de que los dueños del sitio se aprovecharon de esta admiración para nunca pagarles. El nombre vino porque eran gordos. Este nombre delata su incapacidad para cobrar un centavo, para presentarse en radio. No pueden ni siquiera formar un repertorio con canciones originales de un compositor amigo llamado Lulo, quien murió sorpresivamente, perdiéndose la música con él.

Sus aventuras amorosas, las ideas estrambóticas que los dividían, los fracasos económicos, acabaron convirtiéndolos en un verdadero club de perdedores, en un trío de simple ocasión, de encuentro en algún bar. El mundo está lleno de anchos, de seres a los que la suerte no les llega; éste es el otro lado de la moneda al mirarse al arte de los perdedores. Perdedores son los que solamente pueden vivir de la esperanza de recibir algún día su merecido reconocimiento, los que por hacer copia al carbón de otra creación se convierten en caricaturas. También son perdedores los que solamente reciben ingratitud, olvido, a cambio de esforzarse toda la vida. Estos son los riesgos del arte.

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